La capa de ozono, una delgada franja de gases ubicada entre los 15 y 35 kilómetros de altura en la estratosfera, es la guardiana silenciosa de la vida en la Tierra. Aunque el ozono representa apenas una ínfima parte de la atmósfera —tres moléculas por cada diez millones de aire—, su función es vital: absorber cerca del 98 % de la radiación ultravioleta más dañina del sol, evitando que la luz invisible y letal destruya el ADN de plantas, animales y seres humanos. Sin ella, los días soleados serían insoportables y la vida, sencillamente, inviable.
El descubrimiento de una amenaza
En la década de 1970, los científicos detectaron un adelgazamiento progresivo de esta barrera natural. Años más tarde, el hallazgo de un “agujero” sobre la Antártida sacudió a la comunidad internacional: la humanidad estaba debilitando su propio escudo protector. La causa principal eran los clorofluorocarbonos (CFC), compuestos químicos presentes en refrigeradores, aires acondicionados, aerosoles e inhaladores para el asma. Sustancias que, por su bajo costo y aparente inocuidad, se habían vuelto omnipresentes.
Los CFC y otros químicos halogenados, como los halones y el bromuro de metilo, resultaron letales para el ozono. Una vez liberados a la atmósfera, viajaban hasta la estratosfera, donde desintegraban las moléculas de ozono más rápido de lo que podían recomponerse. El resultado: una capa cada vez más delgada y frágil, especialmente en los polos.
La respuesta global: ciencia y acción
Ante la evidencia, el mundo decidió actuar. En 1985 se firmó el Convenio de Viena, que sentó las bases para proteger la capa de ozono. Dos años después, el Protocolo de Montreal marcó un antes y un después: un tratado vinculante que obligaba a eliminar gradualmente las sustancias que agotaban el ozono. Fue el inicio de una de las mayores historias de éxito en la cooperación ambiental internacional.
Desde entonces, más del 99 % de los CFC y compuestos afines han sido retirados del mercado. Posteriores acuerdos, como la Enmienda de Kigali de 2016, ampliaron las medidas al incluir los hidrofluorocarbonos (HFC), potentes gases de efecto invernadero.
Lo que pudo haber ocurrido
De no haberse tomado estas medidas, el futuro habría sido sombrío. Millones de casos adicionales de cáncer de piel y cataratas, ecosistemas colapsados, una reducción drástica en la producción agrícola y daños irreversibles en materiales naturales y sintéticos. En otras palabras, un planeta cada vez más hostil para la vida.
Un logro colectivo, una lección vigente
Hoy, la ciencia confirma que la capa de ozono se está recuperando y podría alcanzar niveles similares a los de antes de 1980 a mediados de este siglo. El esfuerzo global no ha terminado, pero el camino recorrido demuestra que escuchar a la ciencia y actuar con decisión sí da frutos.
El secretario general de la ONU, António Guterres, lo resumió con claridad en su mensaje de este año: “Este logro nos recuerda que cuando las naciones hacen caso a las advertencias de la ciencia, el progreso es posible”.
La capa de ozono, ese escudo invisible que alguna vez vimos tambalear, se erige hoy como símbolo de esperanza: prueba tangible de que la cooperación internacional puede salvar al planeta.